5 de noviembre de 2012

1586

Esta historia se inició al caer la tarde de un día de enero del año del Señor de 1.586. En aquel momento se hallaba la familia alrededor de la lumbre del hogar mantenido con piñas secas, maderos robados por las torrenteras de los caños de Carmona y troncos de los árboles tronchados por el viento que la gente depositaba en la grada sur de la S.I.C. El patriarca de aquella familia reflejaba en su rostro una alegría serena, cansancio de los años y el saber que su puesto como carpintero llevaba a casa el jornal ganado en cada minuto de la larga jornada. Los niños reían, el hijo mayor, gallego estibador del puerto, sólo conocía la carga y descarga y esperaba hueco para que su padre le enseñara el oficio familiar. A los diecisiete años, era una imagen viva de la ciudad urbe que ante su corta edad para hoy antaño reflejaba rostro de varón duro por el trabajo a jornal. Y la abuela, acomodada en el mejor lugar y aplicada a su remiendo, contaba a los niños inquietos hijos menores de Pablo una imagen repetida de la felicidad en los montes de Orense. Sólo que en el invierno de la vida, dudaba ya de su vuelta al añorado hogar.



Todos los allí reunidos habían llegado a Sevilla, para ellos el lugar más horrible de la tierra, donde el verano llega hasta octubre y el invierno se marchaba en marzo y sin avisar. Pero donde el pan abunda las familias llegaban. La familia vivía en los aledaños de Santa María la Blanca, donde los pícaros y contrabandistas de la época acostumbraban con violencia a rematar negocios de faldas, cartas o taberna durante los 365 días del año y llevaban en su entraña, un frío de acero que descargaba despiadado sobre cualquiera que osara. El lugar donde la familia había construido su hogar era demasiado caluroso y además amenazado por un constante peligro. Pero a pesar de los pesares, Pablo, carpintero de la Catedral y devoto hermano de luz de la Virgen de la Granada, tuvo una visita inesperada en aquella tarde ya fría. El camarlengo del Cardenal Rodrigo Castro llamaba a su puerta…

Pablo, querido amigo.— Le dijo mientras caminaba por el zaguán sucio y humilde de la vieja casa de la calle mal llamada Doncellas. — Sabes que Su Eminencia le ha encargado al Maese Juan de Arfe una custodia, pero hemos tenido un pequeño inconveniente. Y es que como sabes querido hijo, los que pertenecemos al cabildo catedralicio estamos en unas edades algo avanzadas y no tenemos la vitalidad necesaria, que no el espíritu de poder trasladar la custodia. Así que en estos meses mientras Maese Juan última la custodia mira a ver una solución para trasladar dicha custodia y exponerla al pueblo…

Encima de su cabeza se alzaba, en efecto, un enorme peso como una montaña tan escarpada y agreste, que la cúspide no viera ojo humano por la proporción de su altura. Ese encargo del Cardenal le sobresaltaba en la noche al no saber aún el peso y la dimensión de la carga. Pero Pablo no desistió. Miraba una y otra vez la forma de los carros de carga pero no encontraba solución estética y robusta para la Custodia. Hasta que un día al terminar su jornada como cada tarde, Pablo esperaba a su retoño mayor embocar el postigo del aceite y así poder desde allí marchar junto a él a su casa. Pero una tarde cercana ya a la cuaresma, observó cómo la compañía de hijo aún portaba el saco rudimentario de los estibadores del puerto de Indias. Su forma, su altura y la posible forma de carga iluminó por unos instantes la cara de Pablo.

Cuando su hijo y la compañía llegaron a su altura...— ¿Qué miras padre? — Espetó el hijo que sólo vió el gesto asombrado de su padre. Pablo, iluminado como profeta que va ha iniciar su sermón, le dijo enardecido y acalorado por la iluminación — Hijo hoy visto a Dios caminando por las calles de Sevilla.


Lo que sigue tiene fecha y nombre, como dijo una vez no sé quién... Lo siguiente es ya una historia de amor que perdura en el tiempo y de casi cinco siglos en Sevilla.

José Luis Álvarez Gaitica

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